El padre abandonaba a su hijo, la esposa a su esposo, un hermano al otro; pues esta enfermedad parecía extenderse por el aliento y la vista. Y así morían. Y no podía encontrarse a nadie que enterrase a los muertos por dinero o amistad. Los miembros de una familia llevaban a sus muertos a una zanja como podían, sin sacerdote, sin divinos oficios […], grandes agujeros se abrían y eran llenados con multitud de muertos. Y morían a cientos de día y de noche… Y en cuanto esos agujeros se llenaban, se abrían otros nuevos […] Y yo, Agnolo di Tura, llamado el Gordo, enterré a mis cinco hijos con mis propias manos. Y había también otros que estaban tan levemente cubiertos por la tierra que los perros los arrastraban fuera y los devoraban en plena ciudad. Nadie lloraba por ninguna muerte, pues todos esperábamos la muerte. Y tanta gente moría que todos pensábamos que era el fin del mundo. Esta situación continuó [desde Mayo] hasta Septiembre.

Aunque la mayor parte de los médicos huían de las ciudades en cuanto se daban cuenta de las infecciones –pues eran plenamente conscientes de que no había nada que pudieran hacer por las víctimas– los gobiernos querían certificar cuándo una casa estaba infectada, de modo que un doctor (o alguien sin cualificación) debía entrar en la residencia y observar los síntomas de la familia, si es que los tenían. ¿Pero quién iba a entrar en una casa en la que podría haber peste?
De modo que se utilizaba esa especie de abrigo recubierto de cera, además de botas y guantes, un sombrero y una máscara para evitar que la piel estuviera expuesta al “aire impuro” o miasma. Además, la máscara tenía un pico que se llenaba de hierbas aromáticas o especias, ya que se pensaba que era ese aire impuro el que transmitía la enfermedad. Finalmente, no te pierdas el palo, que se utilizaba para alejar a las víctimas que se acercaban demasiado en busca de ayuda. ¿No da escalofríos?
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